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  La balsa de caimanes 05-10-2024 16:36 (UTC)
   
 
La balsa de caimanes

Cuando el príncipe purépecha Tacamba desapareció en brazos de la princesa Inchátiro en los bosques de Uruapan, arrebatado por una pasión incontenible y abandonando los derechos al trono de sus mayores, los indios de aquellos dominios proclamaron reina a su hermana la princesa Ireri, que era inmune al amor y desdeñaba a todos sus pretendientes. El pánsperata, que así se dice amor en tarasco, traía revuelta a la región, los súbditos de Tacámbaro aspiraban a tener en aquel reino como soberana a una mujer honrada que resistiera a las tentaciones mundanas. Por eso se fijaron en Ireri, porque aquella princesa que residía entonces en Chupio, había resistido pruebas de incorruptibilidad y era ya famoso el desdén que se dibujaba en su rostro siempre que la acosaban con pretensiones amorosas. Entre esos desdeñados estaba el guerrero Pámp/peti señor de Guapácaro, locamente enamorado de ella. Más a pesar de los desprecios de la doncella altiva, el bravo Pámp/peti no desistía de sus propósitos, y esto traía intranquilos a los vasallos de la reina Ireri, que pretendían a toda costa conservarla alejada de toda unión amorosa, a fin de que se consagrara al gobierno del reino, bastante agitado.
La mujer era hermosa, y tanto por eso como por su fama de castidad, cuando los conquistadores españoles llegaron a Tacámbaro, quisieron conocerla, y el mismo capitán conquistador Cristóbal de Oñate, fue a visitarla a su residencia de Chupio, trabando con ella conversación e invitándola a que se convirtiese al cristianismo. Dio un plazo de tres días para que resolviera y quedó en volver a visitarla para conocer lo que hubiese pensado.
Pámpzpeti, el terrible enamorado, estaba oculto en un bosque inmediato y escuchó la conversación de la hermosa reina y del conquistador, decidiendo oponerse a aquellas maniobras catequistas.
Como lo había ofrecido, Oñate volvió a caballo al domicilio de Ireri, insistiendo en sus proposiciones, obteniendo como respuesta aquel gesto desdeñoso tan peculiar en el rostro de la joven soberana. Irritado por ello, Cristóbal de Oñate, planeó raptársela un día que ella saliera por los caminos, llegada esa ocasión, el capitán hispano, que iba a caballo, se inclinó hábilmente y le tendió sus forzudos brazos, tratando de izarla y llevársela en ancas: pero el pretendiente de Ireri, el guerrero Pámpzpeti, que estaba en acecho con gente oculta, dio una señal y se oyó un griterio impotente. En el combate salió herido Cristóbal de Oñate y se desbandaron sus pocos acompañantes, llevando al capitán a que se curara.
Sabedor de lo ocurrido, y para apaciguar los ánimos de unos y de otros, intervinó entonces en el asunto Fray Juan Bautista, misionero franciscano que ambulaba por la comarca convenciendo dulcemente a los idólatras. Fue el buen fraile a hacer una visita a Ireri en Chupio, y tanto la impresionó aquel hombre enflaquecido y pálido con los ojos tristes y la faz desencajada, hablándola suavemente, humildemente, que la reina desdeñosa, después de verle y oírle, clamó sumisa:
- Vamos, Padre; te seguiré a donde quieras: llévame...
Ya había campanas en Tacámbaro; y al otro día de la visita del fraile repicaban todas con alborozo, anunciando que la reina Ireri iba a ser bautizada. Pero no contaban con el galán apasionado, el tremendo Pámpzpeti que , presentándose súbitamente con la gente, arrebató a la catecúmena de manos de los misioneros, llevándosela del templo y huyendo con ella para ocultarla.
Así pasó algún tiempo, entre el desorden reinante por la conquista y los comentarios que aquel suceso había despertado. Y ya se iba olvidando el escandaloso percance, cuando, residiendo en Huetamo el Padre misionero Juan Bautista, recibió la visita de un indio que suplicaba fuese a confesar a un moribundo que necesitaba su absolución en Zirándato. Era de noche, y había que pasar el río, que estaba muy crecido. No obstante eso, el padre franciscano accedió, y fue con el indio que le sirvió de guía.
Iba el religioso con su crucifijo en las manos, musitando oraciones en la alta noche. Notó que, al pasar el puente, éste se hundía en el río. Seguidamente embarcó con el indio en una balsa que le esperaba, negra como la noche, y que les llevó a la casa del moribundo. Éste no era otro que el guerrero Pámpzpeti que tenía a su lado, llorosa y afligida, a la reina Ireri, que presenciaba su agonía. Trajo el fraile enflaquecido agua del río, bautizó con una jícara a los neófitos ministros, los auxilió espiritualmente, dándole la absolución y consolando a la reina que gemía en la noche desolada.
Volvieron el Padre y el indio acompañante a tomar la balsa que les esperaba y navegaron en ella hasta donde el misionero residía, y al abandonar la ribera vieron que la negra balsa parecía de troncos negruzcos y estaba formada por lagartos o caimanes que se iban nadando al río separadamente.
 
 
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